—¿Dónde estoy?—. Esa fue la primera pregunta que brotó de mis labios al despertar en medio de una oscuridad infinita, una negrura tan vasta que parecía carecer de inicio o final. Sentía bajo mí un suelo sólido, aunque invisible, como si el vacío se hubiera endurecido para sostenerme. No sabía que aquel abismo, que en ese momento consideraba mi infierno, se convertiría en mi cielo.

     Me incorporé con torpeza, tanteando el espacio a mi alrededor, pero no había nada, ni formas ni sonidos. Grité desesperado, buscando una respuesta, aunque solo el eco de mi voz —desgarrada y solitaria— me respondió. Fue entonces cuando me di cuenta de algo aún más aterrador: no recordaba nada. Ni mi nombre, ni mi edad, ni los rostros de personas queridas. Era una hoja en blanco, atrapada en la más absoluta oscuridad.

     Caminé a ciegas, hablando conmigo mismo, hilando pensamientos sin sentido, solo para mantener mi mente ocupada. Pero cada paso y cada palabra me hundían más en el pozo de mi desamparo. Con el tiempo, mi garganta seca y mi cuerpo fatigado se convirtieron en un tormento. No sabía qué buscaba ni cómo salir de ahí, pero una chispa de esperanza brilló cuando, de repente, la oscuridad cedió.

     Todo se volvió blanco, un contraste tan abrumador que mis ojos, acostumbrados a la penumbra, tardaron en acostumbrarse. Al mirar hacia abajo, vi mis manos, mis brazos, mis piernas. Eran tan reales, tan mías, que me quedé observándolas con asombro. La blancura se extendía por todas partes, sin límites ni sombras, como si el vacío hubiera cambiado de traje.

     Me lancé a explorar, ansioso por hallar algo más que aquella desoladora inmensidad. Finalmente, descubrí un oasis: un pequeño paraíso en medio de aquel lugar vacío. Allí, el agua cristalina y los frutos colmados de vida saciaron mi hambre y mi sed, pero fue el reflejo en el manantial lo que desató una avalancha de recuerdos. Mi vida anterior volvió a mí con dolorosa claridad: mis padres agricultores, mi amor por la literatura, y la decepción que había marcado mis días al no alcanzar mis sueños. Comprendí entonces cuán miserable había sido.

     Con los recuerdos inundando mi mente, sentí la necesidad urgente de preservarlos. Utilicé mi sangre como tinta y el suelo blanco como papel, escribiendo con furia cada fragmento de mi historia. Cuando la sangre se agotó, recurrí a la arena del oasis y al barro. Palabra tras palabra, creé no solo mi historia, sino cuentos, mitos, poemas y crónicas. Me volqué en la escritura con un fervor que jamás había conocido, creando mundos que parecían más reales que mi propia existencia.

     Un día, mientras repasaba uno de mis relatos, toqué las letras que había plasmado. De inmediato, el mundo cambió a mi alrededor. Me encontré en un paisaje vivo, lleno de vegetación y vida. Era un lugar que reconocí al instante: el escenario de uno de mis cuentos. Allí, los animales caminaban erguidos y hablaban como humanos. Observé, atónito, cómo los personajes de mi historia cobraban vida. Sin embargo, mi asombro pronto se tornó en curiosidad, y mi curiosidad en ambición. ¿Podía alterar el curso de los relatos? Decidí intentarlo. En una de mis historias, evité el encuentro de dos protagonistas destinados a amarse. Modifiqué sus destinos y contemplé cómo el relato se desarrollaba de forma distinta. Pero había un precio: mientras ellos vivían sus nuevas vidas, yo seguía siendo un espectador ajeno, atrapado en un mundo que no me pertenecía.

     El tiempo pasó, aunque no sé cuánto. Mi nombre empezó a resonar entre los personajes de mis obras, quienes me consideraban un autor misterioso y poderoso. Sin embargo, la duda me carcomía: ¿eran ellos verdaderamente libres, o solo marionetas movidas por mi imaginación? Este pensamiento me llevó de vuelta al lugar blanco, donde mi juventud fue restaurada y mi propósito revelado.

     Comprendí entonces que mi rol no era el de un simple escritor, ni siquiera el de un dios, sino algo más profundo: era el arquitecto de historias, el creador de un cosmos literario. Allí, en aquel espacio infinito, me dediqué a escribir un nuevo mundo, donde cada palabra construía montañas, mares, cielos y vidas.

     Y así empezó mi obra eterna. Mi lápiz no descansa, porque sé que mientras escriba, ese universo seguirá expandiéndose. Lo que al principio creí un castigo, se reveló como un regalo. No soy más que un hombre, pero mis palabras son eternas, y en ellas he hallado mi propósito: no escapar del vacío, sino llenarlo de historias.


Autor: Solar Arotinco Abihail Andrea